instalaciones

Entrecielo

Un velo de energía constante.

Aurora García

Un gran velo blanquecino, hecho de papel de arroz, recorre temporalmente, por encima de nuestra cabeza, el alargado espacio de la Capilla de la Trinidad en el Museo Barjola de Gijón. La condición traslúcida del material empleado se abre a los ojos de forma dinámica, acentuada esa impresión por el irregular entramado gestual que Lourdes Murillo ha llevado a cabo con el pincel en la leve superficie mencionada. Esta suerte de toldo, al que la artista llama “Entrecielo” siguiendo una antigua acepción del término, se compone de la contigüidad de varias tiras de papel vegetal en su anchura singular de un metro, y cada una de ellas ha recibido la impronta de la maraña caligráfica que, realiza por medio de barniz natural con mezcla de cera amarilla, se extiende de manera longitudinal, bajo el mismo aliento y sin pausa alguna, a través del itinerario rectangular marcado por la planta de la Capilla.

Lourdes Murillo no ha pintado retículas de índole geométrica y regular, sino que, a partir de la libertad espontánea que va generando el impulso de la línea, ha dado lugar a ensortijamientos que se prolongan sin interrupción a lo largo y ancho de cada tira de papel. Se trata de una red que poco o nada tiene que ver con la obra de artistas próximos al Minimalismo, como Robert Ryman, o incluso Agnes Martín. En su conocido ensayo “Reticulas”, Rosalind E. Krauss afirma lo siguiente refiriéndose a la trama de tendencia homogénea ejercitada por numerosos creadores de las vanguardias: “En la monotonía de sus coordenadas, la retícula sirve para eliminar la multiplicidad de dimensiones de lo real, reemplazadas por la extensión lateral de una única superficie. En la omnipresente regularidad de su organización, no es el resultado de la imitación, sino de la determinación estética […]. La retícula declara al mismo tiempo el carácter autónomo y autoreferencial del espacio del arte”(1). Es cierto que en el entramado curvilíneo de Lourdes Murillo hay un propósito de extenderse sin jerarquías por todo el espacio que ofrece el soporte translúcido, pero ella no aspira aquí a plasmar pautas regladas que sean ajenas al fluir automático de su propio pulso. Por otro lado, la red desigual constituida en “Entrecielo” adquiere unas cadencias constantes a medida que va ocupando la superficie, a pesar de que el movimiento del gesto prolongado enrede la línea fuera de toda regularidad y dépaso a infinitas celdillas desiguales de propensión mayormente curva.

Es como si Murillo abordara la quietud inmaculada de la discutida concepción apriorística sobre la extensión espacial hollándola desde el principio, insuflándole las vibraciones de la vida a partir del latido de su propia vida. No se detiene en un centro, no concede prioridades a ningún punto del recorrido, sino que es la totalidad del desplazamiento, o del transcurso, lo que interesa poner de relieve. Sin embargo la artista dista de reflejar un espacio medido al milímetro por el control de la mente y expresado en una secuencia homogénea, al margen de los avatares de la realidad. La autonomía de la determinación estética de la que habla Krauss se fundiría aquí con la afirmación de lo real en el sentido de que el proceso de la obra no quiere dar la impresión de ser, en buena parte, programado, sino que llama, asimismo, a la incontinencia del gesto y abre la puerta a algún grado de azar, por mucho que esa caligrafía sin código posea unos trazos que, contemplados en conjunto, presenten una cadencia sin sobresaltos.

En efecto, la música que se desgrana desde “Entrecielo” no produce grandes turbaciones, no sorprende al oído con movimientos inesperados o intervenciones instrumentales de acusado contraste. Se trataría, mejor, de una especie de salmodia cuyas voces dispares dan paso, a la postre, a una sola voz. Lejos de traer gratuitamente a colación la música ante este trabajo, hemos de decir que la autora le atrae el terreno sinestésico, allí donde las sensaciones saltan de un sentido a otro y donde, de nuevo lo que importa es el desplazamiento, el viaje que emprenden en lo que atañe a la percepción, siempre compleja en las conexiones que puede establecer. Basta, para comprobarlo, con recordar la instalación que Lourdes Murillo realizó en otra iglesia, la Conventual de San Benito, en Alcántara, hace apenas un par de años. En los muros de ese espléndido ámbito religioso colgó, a gran altura y con pareja distancia entre sí, el principio de numerosos rollos para pianola de contenido disímil, dejándolos caer en su despliegue hasta el suelo. La múltiple cadencia vertical de la ligera materia, antaño taladrada para producir música y marcada por el paso del tiempo, originaba sensaciones que, desde la vista, ponían en acción el oído del espectador, fundiendo el pasado con el presente, el silencio con el sonido, la ilusión con la realidad. Se trataba, también, de tiras, en este caso mecánicamente “caligrafiadas”, respondientes ahora a un código ya periclitado, superado por los avances de la tecnología.

Lo que hace Lourdes Murillo llama a los sentidos, pero no de una manera directa y simplista, sino espoleándolos en varias direcciones y conectándolos con los diversos estratos de la memoria individual y colectiva. Aunque la mente del espectador se active y medie con su aportación, no siempre es camino fácil el describir determinadas sensaciones producidas por las artes, según observó Wittgenstein.

El filósofo apunta que hay veces en las cuales sólo es posible expresar inmediatamente a través del gesto las experiencias que provoca lo que incide en la esfera sensorial. “El fallo me parece que está en la idea de descripción. Dije antes que en cierta gente, en mi especialmente, la expresión de una emoción musical, pongamos por caso, es un determinado gesto”(2). Así es, la rapidez y la contundencia del gesto difícilmente pueden competir en expresividad inmediata con el proceso de selección que, a partir del código de la lengua, siguen las palabras. Por su parte, la artista que nos ocupa parece centrarse en el gesto para reflejar un espacio vivido y, a la par, vivido, un espacio impulsado por fuerzas entrelazadas que no sólo incumben el entendimiento racional, sino que producen la activación automática de los sentidos.

Pensando de nuevo en la obra de la Capilla de la Trinidad, del Museo de Barjola, nos viene a la cabeza esta pregunta que quizá se ha planteado con anterioridad Lourdes Murillo: ¿Cómo hacer alusión a la energía constante de un espacio protagonizado no sólo por la luz, sino asimismo por otra suerte de vida múltiple, visible e invisible en su ir y venir en el tiempo? ¿Cómo hacerlo sin recurrir a las cosas con nombre diferencial, en este caso sin pintar concreciones en la liviana superficie que se interpone en la altura de un lugar arquitectónico otrora religioso? La caligrafía pintada de la autora no recurre al nombre excluyente de lo demás que no sea él mismo, sino que fluye en continuidad anónima persiguiendo el vigor de lo que no se interrumpe. Nos viene bien citar a François Cheng a propósito de lo que estamos tratando. En “Lacan y el pensamiento chino”, este autor dejó caer reflexiones como éstas: “en cuanto hay Nombre, en cuanto hay Deseo, no estamos más en lo constante. Lo único constante, lo verdadero constante, una vez más, es el Vacío de donde surge constantemente el soplo”(3). Pues bien, desde otra tradición distinta a la taoísta. Lourdes Murillo se siente inclinada a reflejar en su obra esa fuerza, esa especie de soplo que hace temblar la inercia aparente del vacío y lo anima con signos sin determinar procedentes de la conducción libre –y, a la vez, compatible con una actitud consciente- de la mano. Ella lo hace mediante la línea, mediante esa especie de escritura primaria que no obedece a ninguna convención sintáctica ni semántica, y en la que no media el intervalo.

En palabras de otro artista, el coreano Lee Utan, “en pintura, los puntos y las líneas, cuando forman parte de una relación con el espacio, hacen siempre todo lo posible para dar la impresión desde dentro de la fuerza del espacio”(4). Se trata, por otra parte, de una lección transmitida desde un importante sector de la vanguardia histórica europea, con nombres como los constructivistas rusos Rodchenko o Lissitzky. No obstante, ya hemos aclarado que la línea de Murillo no es recta ni regular, ni aspira a transmitir utopías. Está engendrada por lo próximo y común del impulso vital, como si quisiera permanecer en el anonimato en cuanto a su propia identidad para dejar que sean los accidentes del paso del tiempo, del transcurso, quienes sobresalgan en primer plano.

“Entrecielo” provoca, también, visiones plurales, invita al espectador a realizar un recorrido desde la planta baja de la Capilla al piso superior, donde existe algún punto para asomarse y contemplar la otra cara del sutil entoldado, el cual muestra, en su calidad traslúcida, el mismo vaivén lineal apreciado desde abajo. “Entrecielo” interfiere en la atmósfera callada de la Capilla como si se tratara de una música visible, esa especie de “allegro” que vienen a constituir los arabescos. Porque, siguiendo a Novalis, “la auténtica música visible son los arabescos, las muestras, los ornamentos”(5). En efecto, el quiebro de la línea, sus altibajos y su continuidad en el espacio-tiempo despiertan también el oído en esa transmisión de energía apreciable y contagiosa que sintoniza con la energía del universo. La cuestión para la artista, consiste en desvelar dicha fuerza incluso recurriendo, en este caso, al velo claro del papel de arroz.

Se trata de un trabajo que tiende a la desmaterialización, que pone de relieve su aparente fragilidad casi incorpórea para hablar de la ausencia de límites, en contraste con los cuerpos mensurables de perfiles definidos, de las cosas asentadas por la gravedad en un determinado territorio. En cambio, la escritura –aunque sea indescifrable, como aquí, en los términos a que estamos habituados- lo remueve todo. “Todo se pone en movimiento –en tela de juicio- a través de la escritura. En el decir, nada se dice lo bastante como para que no aspire a volver a ser dicho, pero de otra manera”(6). Lourdes Murillo se rebela contra los límites que suponen la cesación porque su obra se centra en la idea de una actividad vivificante que también engloba la esfera psicológica, los entresijos inagotables de la memoria. Una memoria que se resiste a proporcionar datos concretos de contenidos puesto que va más allá de las particularidades y, en cambio, lo que pretende trasladarnos es su potencia, la fuerza o facultad que lleva por sí misma.

Estamos terminando de redactar unas líneas que acaso sirvan en algo de puente ramificado para un acercamiento a esta instalación realizada con gran economía de medios, al tiempo que sumamente ambigua, “Entrecielo”. Pero antes quisiéramos apreciar que el arabesco traslúcido viene a ser, en la obra, la médula, y no el ornato tal como comúnmente lo entendemos, en el sentido de que esa caligrafía irregular empleada por Lourdes Murillo se contrapone a lo accesorio, a lo prescindible. Volviendo a la música visible y a Novalis, diríamos que lo que aquí se aplica a la superficie de papel, no es otra cosa que un recurso gráfico necesario, encaminado a extraer el aliento capaz de convocar direcciones varias e incesantes en el lugar que habitamos y nos habita.