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De Blanco y Oro

Javier Cano

Lourdes Murillo: De Blanco y Oro o veinte años de investigación.

Quizá nadie ha intentado hacer un breve recorrido por la obra de Lourdes Murillo. Se ha escrito mucho sobre sus intenciones, sobre argumentos concretos de las distintas series y etapas por las que ha pasado, pero cuando se cumplen veinte años de oficio es conveniente saber las claves que han regido su pensamiento, los hilos que ha ido tejiendo un proceso creativo muy interesante. Lourdes Murillo (Badajoz, 1964) inició su trayectoria en Sevilla en 1989 en el Consulado de EE. UU. Se formó en la Escuela de Bellas Artes de la capital hispalense entre 1983 y 1988. Comenzó realizando cuadros de gran formato a caballo entre las argumentaciones informalistas y la abstracción americana. Sin embargo, a mediados de los años noventa, en su obra se planteó el valor que ha de tener la idea de proceso en el arte. Su estética se volvió esencialista para ajustar al máximo el concepto de representación. Para ello buscó materiales diversos, fijando, quizá, sus preferencias en aquellos que definían un escritorio. En todas sus series utiliza estos elementos, pero buscando siempre el que la resistencia de los objetos y los colores fuesen sus opuestos para dotar a sus creaciones de resonancias evocadoras y llevar a la pintura a sus propios límites.

Sobre su obra ha escrito un número considerable de críticos a lo largo de todos estos años, destacando cada uno ellos una característica de su proceso creativo, ya que Lourdes Murillo ha intentado reflejar en cada exposición un aspecto muy concreto de la realidad. En este sentido en 1994, con Al pie de la letra, centró su interés en la idea de borra y rescribir los relatos a través de procesos en los que la memoria juega papel fundamental: “Lourdes Murillo escribe formas y, al escribir, a veces deshace y vuelve a hacer con un orden portentoso... para seguir buscando... Clasifica para desordenar... congela un momento [con el fin de reencontrarnos] con la memoria”.

En 2001, por el contrario, en Casi la ausencia, Michel Hubert Lépicouchée anota en su texto el argumento de la repetición como antídoto contra la finitud, como una depuración que ha desembocado irremediablemente a lo esencial: la acción mecánica de la mano marca un entrelazado de rayas que se extiende a ese infinito con el fin de sugerirnos la noción de tiempo. Estas dos concepciones, la de memoria y tiempo, le han conducido a reflexionar sobre el propio lenguaje, sobre el juego establecido entre el signo, el vacío, lo lleno, el color... para establecer en sus cuadros un sistema complejo basado en los elementos más sencillos . A veces, un sistema que carece de centro, y donde la estructura de la obra se ha movido para crear la duda en el espectador y mostrar “una historia sin argumentos” . Su gramática está basada en lo imprevisto. La maraña, el trazo, la línea y el dibujo han sido los recursos a los que acude y con los que intenta transmitirnos esa temporalidad casi obsesiva , huyendo, eso sí, de cualquier discurso figurativo: sólo la distribución que hace de los elementos en el lienzo y el ritmo que les ha dado son más que suficientes para llenar de manera compulsiva, sobreponiendo gesto y escritura, los cuadros.

Esta concepción netamente pictórica le lleva a concluir a partir de 2004 que la obra de arte no es sino un archivo de nuestra memoria y de nuestras vivencias . Así en la exposición que hizo en homenaje a Yves Klein en 2005 nos propuso que hiciésemos determinadas asociaciones psicológicas a través de las partes más abstractas que encontremos en la naturaleza . Una concepción que ha sido más explícita en los montajes que ha hecho desde 1996 con Maritatas en la Capilla del Oidor de Alcalá de Henares, donde nos ha ido mostrando los distintos puntos de vista que el término “ambigüedad” contempla, la numerosa conexiones que se pueden establecer entre la percepción y la realidad : Serenidad, en 1999, Donde habita la luz, en 2002, Infinitas, en 2005, el proyecto para el auditorio de IFEBA en Badajoz, en 2006, o la intervención en Entrepatios en 2008 en el edificio Pietro-Galeano nos demuestran cómo esas conexiones entrelazan la música, la caligrafía, las nuevas tecnologías para reflejar lo material y lo inmaterial, lo prescindible y lo imprescindible.

La noción de proceso, su combate particular contra la idea de “finitud”, la búsqueda incesante de lo esencial, el recurso de la memoria y la vivencia, la permanente actualización de sus composiciones… parecen confluir inexorablemente en De Blanco y oro. Un título taurino que da cabida a sus últimas creaciones con el objetivo de demostrarnos una vez más que sigue planteándose su trabajo como azar, como riesgo , siempre dentro de esos límites minimalistas que caracterizan a sus cuadros. Con este trabajo incide una vez más, al margen de su simbología relacionada con todo lo ascendente y de su significado alquímico o su vinculación con el mundo taurino, en la fisiología de la percepción, en esas construcciones estáticas y dinámicas del espacio: recurre a los recursos pictóricos, a la materia, al color y al gesto, a ese estar fuera de toda lógica para afrontar esta crisis del lenguaje en la que nos hallamos. Este trabajo va más allá del signo, nos muestra su transformación morfológica compuesta por trayectoria de fuerzas y divergencias. Aunque el trazo es menos libre, parece menos intuitivo y más dirigido, pero está muy estructurado ayudando a entender la idea que Lourdes Murillo tiene del espacio y del entorno que rodea a cada elemento que constituye la obra: la interacción entre “objeto” y entorno determina en sus nuevas obras de nuevo el concepto de vacío, pero no como la nada sino como la esencia de las formas.

En este sentido, aunque sea de manera inconsciente, se acerca a determinadas teorías físicas contemporáneas sobre el movimiento y la energía, sobre los dinámico y lo transitorio, sobre la fuerza y la materia, entendidas como un todo y alejadas de aquella separación que propuso el atomismo griego. . Lourdes Murillo a través de reducir a secuencias y constantes sus propios recursos, se hace el firme propósito de examinar todas las posibilidades que nos ofrece una forma determinada. Con la reducción de medios y de vocabulario los cuadros son esencialmente conceptuales, una cuestión nada novedosa en ella, pero en este caso al estructurar y desestructurar sus propias tramas nos deja al descubierto todo el proceso que lo ha generado. Y a ello añade la importancia del color, entendido al igual que Georges Vantongerloo como “el corazón de la pintura” porque en él se intuye la luz y además da paso a la forma determinando el que la estructura formal se vuelva cromática con el fin de constituir una “suite” de permutaciones, progresiones y variaciones. Deslizamientos que transmiten un movimiento en el espacio del interior al exterior o al contrario.

Espacio y luz o viceversa, blanco y oro, son los componentes a los que Lourdes Murillo recurre para sacar a la pintura de su agotamiento. Echa mano de variables que se encarnan en la línea, el movimiento y, en consecuencia, en el tiempo para establecer una lógica del descubrimiento que nos conduce a reconocer el valor intrínseco de un lenguaje que parece estar perdido.