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Donde habita la luz

José Ángel Torres

La luz es la forma más sutil de presencia leí en alguna parte (perdonen que no certifique la cita), habita en todas partes; pues solamente la absoluta oscuridad consigue vencerla y allí donde decimos de un lugar, de un espacio, que está oscuro en realidad deberíamos decir que está poco o menos iluminado, pues la luz, aunque imperceptible, siempre se filtrará por resquicios y recovecos mínimos. La luz lo envuelve todo y nos permite ser conscientes de la presencia de todo aquello que nos rodea, nos hace sentir el mundo en sus verdaderas dimensiones, no en vano fue el primer y necesario acto de la creación. Cuando Dios creó el mundo en primer lugar dijo “Hágase la luz” y hubo luz donde antes era sólo oscuridad. La luz fue el primer peldaño, la base sobre la que levantar un universo de la nada con el verbo, la palabra, como instrumento. Sabido es que el agua es el supuesto origen de toda vida en este planeta que habitamos, pero fue la luz la que insufló el aliento necesario al caldo primigenio de la vida para su desarrollo; sin ella la existencia habría sido otra o no habría sido. Para los cristianos (estamos en una ermita cristiana, pero la idea es común a otras religiones) la luz siempre ha sido de origen divino y símbolo de la misma divinidad; con su creación la oscuridad cósmica de la nada, el vacío absoluto de la noche insondable, aterradores para el hombre por su inabarcabilidad, se desvanecieron y fue posible la vida y un lugar donde habitarla.

En la tradición religiosa pues, la luz se identifica con el espíritu y la superioridad del mismo se reconoce por su intensidad luminosa. La luz ha sido desde antiguo la manifestación de la moralidad, de la intelectualidad, del bien frente al lado oscuro del mal. Aunque la importancia de la luz en los modos de expresión plástica existe desde siempre en la representación de la divinidad, del conocimiento o de la belleza, el artista sólo consiguió manejar (no representar sino utilizar) este material etéreo e inasible, de huidiza naturaleza, hasta tiempos relativamente recientes cuando la ciencia la puso a su disposición. La capacidad de generar luz por medio de la electricidad dio al hombre el poder anteriormente divino de desbaratar la oscuridad con un simple gesto, el sencillo movimiento de un dedo al pulsar un botón sería suficiente a partir de entonces para, tal como los mismos dioses, crear la luz de la nada, y con ello aparecieron posibilidades nunca experimentadas para la creación artística, ahora seríamos capaces de transformar los espacios a partir de la modificación de sus características lumínicas.

En la intervención Donde habite la Luz presentada por Lourdes Murillo en la capilla del Hospital de San Francisco la artista pacense utiliza la luz, proporcionada por unas pequeñas bombillas alimentadas individualmente por una pila, para construir a partir de ella su propuesta. Con ello pretende fundir lo real y lo ilusorio, lo tangible y sólido con lo etéreo e inasible, transformando y superando el soporte tradicional de la obra de arte y ofreciendo nuevas lecturas del espacio, en este caso la capilla, que pasa a ser, después de su temporal abandono, nuevamente un recinto habitado por la luz y los pensamientos. Desde hace unos años es cada vez mayor el número y la frecuencia de experiencias artísticas vinculadas con lo tridimensional, con lo espacial, con lo escultórico o lo arquitectónico, en un intento de superación de los márgenes de la experiencia plástica convencional. La obra de Lourdes Murillo mantiene este carácter experimental que hace posible una nueva redefinición del espacio (no sólo el de la capilla, también el de Siruela, el de la Siberia y el del viaje hasta ellos) y de los dominios del arte. Donde habite la luz, (conformada por más de un centenar de pequeñas cajas o urnas sobre el suelo que albergan una pequeña luz en su interior, distanciadas y separadas entre sí para alfombrar el espacio del recinto), se apropia con su presencia ahora de la realidad «no artística» que antes hubo aquí, recreando ante nuestros ojos las tradicionales luminarias de las antiguas iglesias, esa/la iluminación intimista de velas, cirios y lamparas de aceite que nunca deshace la oscuridad del todo.

La luz habita en la oscuridad, sobre ella se asienta, ese es su poder en un binomio en el que la existencia de uno de los dos niega necesariamente la existencia del otro, anula su posibilidad de ser. El poder de la oscuridad es equivalente al del silencio, el de la luz lo es al de la palabra. Pero en esencia nos son necesarios tanto el silencio como la oscuridad para sabernos, para comprender el entramado de la existencia, como le son también necesarios al artista para, a partir de ellos, trazar los mimbres de la creación artística. Nos comunicamos a través de la palabra, así nos enseñaron; pero hemos de desprendernos de la palabra para conocer la profundidad de la vida (y en la trayectoria de Lourdes Murillo hay sobradas muestras de ese desprendimiento y desconfiguración de la palabra al que aludimos), en la oscuridad y en el silencio comenzamos realmente a comprender, allí donde se encuentra el espacio, donde habita la luz, donde se dice la palabra.

La creación de ambientes como el que nos ocupa necesita encontrar el vacío para, a partir de él mostrar lo lleno, para, ocupando la oscuridad, llenarlo de luz, para habitarlo plenamente. La vivencia de la oscuridad que rodea lo iluminado nos proporciona posibilidad, en ella se abren opciones infinitas, todas las direcciones convergen hacía un centro que lo ocupa todo, un centro infinito que nos envuelve como una coraza: lo interior. La presencia en este espacio de la luz establece por sí misma la importancia de lo iluminado y, por defecto, la de aquello de relevancia que existe asimismo en su sombra, haciéndole cobrar profundidad y sentido en esa transición imprecisa donde convergen oscuridad y luz, donde surge la sombra. Se establecen en un mismo espacio dos maneras de ser, de existir: lo iluminado y lo luminoso, la oscuridad y lo oscurecido. Aquí la sombra esconde silenciosa la luz, allí lo iluminado produce sin remisión lo oscurecido; la luz vive en la oscuridad, allí reside, la luz en el interior siempre es fulgor, siempre ilumina, la luz habita en su interior.

"DONDE HABITE EL OLVIDO"

Rima LXVI de Gustavo Adolfo Bécquer

En donde esté una piedra solitaria

sin inscripción alguna,

donde habite el olvido

allí estará mi tumba.

Posteriormente lo recoge Luis Cernuda

Donde habite el olvido,

en los vastos jardines sin aurora;

Donde yo sólo sea

memoria de una piedra sepultada entre ortigas

sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Allá, allá lejos.

Donde habite el olvido.