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San Joaquín. El templo del agua

San Joaquín. El templo del agua



Se fue convirtiendo en mi Santa Victoria particular, aquella montaña de la Provenza que pintó ob- sesivamente el maestro Cézanne. La veía en lontananza, gris, azulada, sin imaginar que en su falda vivía un templo de enorme dignidad cargado de historia.

Para hacer este proyecto hay que enamorarse del lugar; sentir ese deseo cuya respuesta no existe; volver, impaciente, a contemplar el espacio divino para soñar con él. Después surgen a borbotones las ideas, llega el oficio y todas las piezas comienzan a encajar.


Soy pintora, hija y nieta de ganaderos. De ellos aprendí el sentido de la austeridad, quizás por eso la economía de medios es una constante en mi obra. Conozco el ganado, la lana, la lluvia que se aguarda. Forman parte de mi memoria y de la de San Joaquín.


Concibo el recinto sagrado como un inmenso lienzo donde pintar respetando su arquitectura ma- jestuosa. La luz, la palabra, el agua, el fuego, el oro y la música son elementos comunes en las igle- sias. En esta intervención la visten entera, conformando un homenaje a todas las personas que han hecho posible que, al pie de la montaña vigía, nos aguarde el templo del agua.


Lourdes Murillo

Iglesia del convento de los Agustinos Recoletos


La Iglesia del Convento de los Frailes de la Orden de San Agustín es la única dependencia que los habitantes del pueblo dejaron en pie tras su deliberada y fatigante demolición en 1835, en un colectivo y solidario intento de evitar que los malogrados frailes regresaran a su morada una vez la exclaustración decretada por Mendizábal había dado comienzo.


Este espacio sagrado, entregado a la orden agustina por la todopoderosa familia Chaves (dueños y señores de Santa Cruz) en 1629 para alzar en él un cenobio que sería abandonado en 1835 por decreto estatal, y que aún hoy domina el pueblo desde lo alto, tuvo como advocación principal a San Joaquín, cuya pétrea escultura podemos ver en la pared absidal exterior de la iglesia de la Vera Cruz, pero que originalmente se ubicaba en la hornacina que preside la fachada principal de la iglesia conventual.


La razón por la cual los habitantes de esta villa demolieron el convento (salvando solo el templo) la encontramos en los continuos litigios que tradicionalmente tenían con los frailes por la apropiación indebida del agua que bajaba desde la sierra, pasaba por los terrenos del convento y llegaba hasta la plaza Mayor. El racionamiento que, al parecer, hacían del agua tuvo al pueblo en pie de guerra contra los clérigos, estando aquí la causa principal por la que los habitantes de Santa Cruz decidie- ron acabar con la grandiosidad del edificio.


Toda la construcción, otrora exultante tanto arquitectónica como socialmente, ocupa un espacio ya de por sí misterioso, que desde centurias atrás viene manifestando sucesos propios de un lugar enigmático, no ya solo por sus ruinas que desafían el paso del tiempo, sino por otras vicisitudes históricas como la de haber sido lugar de sanación gracias a las supuestas aguas milagrosas de su pozo, que atraían a multitud de peregrinos de todo el reino, incluso de Portugal, buscando la sanación de los males del cuerpo y del alma. Dicho pozo lo podemos ver bajo la solemne cúpula de la iglesia.


Sus aguas habían dado claras muestras de poder curativo en lo referente a la temible viruela, tanto en personas como en ganado. Fueran nobles, guerreros, clérigos, campesinos o mendigos, todos sin excepción arrastraban sus maltrechos cuerpos hasta el manantial.


Además, el entonces pozo con un pétreo brocal ornado con simbología propia de la Orden, poseía la curiosa propiedad de que sus aguas tan pronto rebosaban como se retiraban y desaparecían. Este hecho, a modo de las famosas fuentes tamáricas, alimentó el poder curativo, mágico y miste- rioso de sus aguas, tocadas según las creencias por la mano de Dios.


Ha sido este, pues, un templo del agua, dada la importancia que el vital elemento tuvo en la vida tanto de locales como de peregrinos.


Un espacio sagrado en el que, por si fuera poco, no era difícil presenciar inexplicables luminarias, a modo de fuegos fatuos, que traían de cabeza a los observadores que hasta allí se acercaban. Era como si luces y aguas milagrosas pudieran ser parte de un mismo y enrevesado misterio, misterio que se suma al hecho de saber que la iglesia sirvió de camposanto de circunstancias y lugar de descanso de muchas almas cuando una epidemia de viruela asoló el pueblo en 1857.


Magia, misterios y sobrecogedoras leyendas siguen aguardándonos en este enigmático enclave.


Agustín Melchor Terrón

Historiador e Investigador de los Espacios Sagrados

Autor de una tetralogía de investigación sobre Santa Cruz de la Sierra