exposiciones

Lo indeleble

LOS RECUERDOS TRANSMITIDOS, LA MEMORIA VIVIDA


Mon enfance n’a jamais perdu sa magie,

elle n’a jamais perdu ni son mystère ni son drame.

Louise Bourgeois

Aquello que no se borra o aquello que no se apaga obedece a nuestro entendimiento y a nuestra voluntad y se resume en el término «indeleble». Así defendía José Joaquín de Mora a mediados del siglo XIX la analogía entre lo que perdura y lo inextinguible. Y la memoria se encarga de mediar entre las realidades que hemos vivido y nuestra mente. No es un mero registro guardado celosamente en un documento en algún lugar de nuestro cerebro, es un recurso para exponer los datos de nuestro pasado, para saber más acerca de nuestro entendimiento, nuestras emociones y nuestro mundo[1]:

La memoria puede ser considerada como agente que obra por sí solo… La memoria presenta diversas aptitudes, y diversos grados… Hay memoria de lugares, memoria de imágenes, memoria de signos y memoria de hechos. Cada una de estas clases varía en la mayor o menor intensidad de los recuerdos, y en la mayor o menor duración de éstos[2].

El arte, no cabe duda, es un medio extraordinario para sensibilizarnos sobre cualquier cuestión que se plantee, una herramienta que tiene, entre sus muchas funciones, «rescatar» al ser humano. La rememoración, materializada en un relato que da sentido al pasado al hacer uso de él, al construir una mirada sociológica sobre la propia memoria, nos conduce de manera inequívoca a su significado colectivo, como nos dice Domingo Martínez Rosario en su tesis doctoral La obra de arte como contramonumento: «Todos nos sentimos de algún modo identificados (o no) con aquello que se nos presenta plásticamente. La obra funciona como un dinamizador de la memoria: hace tomar consciencia a los viandantes de los acontecimientos pasados, de su pérdida y de la necesidad de rememorarlos»[3]. En este sentido, estaríamos ante una reubicación de nuestros recuerdos al exponerlos públicamente y sumarlos con los que nos presentan los otros. Estaríamos ante la reconstrucción de imágenes al ordenar el pasado, incluso, como señala Felipe Benítez Reyes, más allá de los cambios continuos de nuestras conciencias. Nos situamos en un presente con toda la historia detrás, donde se rescata al olvido cuando se da vida de nuevo a todo lo que se ha desvanecido, se reconstruye no la verdad de un hecho, sino la casación de la vivencia personal con la experiencia de quienes observan, a sabiendas de que esta relación no es uniforme sino todo lo contrario:

Lo más usual es que yo me acuerde de aquello que los otros me inducen a recordar, que su memoria viene en ayuda de la mía, que la mía se apoya en la de ellos. Al menos, en estos casos, la manifestación de mis recuerdos no tiene nada de misterioso. No hay que averiguar si se encuentran o se conservan en mi cerebro o en una recóndita parte de mi espíritu, donde yo sería, por lo demás, el único que tendría acceso. Puesto que los recuerdos son evocados desde afuera, y los grupos de los que formo parte me ofrecen en cada momento los medios de reconstruirlos, siempre y cuando me acerque a ellos y adopte, al menos, temporalmente sus modos de pensar...[4]

Lourdes Murillo con Lo indeleble trata de presentarnos una metáfora sobre su visión interior y nuestra realidad, sobre lo que el alma y la historia le dictan, sobre una elección que toma para conocerse a sí misma al unir en los cuadros y objetos la ausencia y la concreción. Es como un gran dé-collage de la vida en el sentido más vostelliano del término. Para hilvanar esta sucesión ha recurrido a dignificar una serie de piezas en desuso otorgándoles otra realidad y lanzarnos una hipótesis nueva que visualice sus pensamientos. Su obra adquiere visos netamente antropológicos. Lo humano y su huella, aquella realidad en la que todos los objetos estuvieron inmersos, los anhelos y los sueños que otrora existieron, nos sitúan un poco más allá del umbral de lo racional, conformando una especie de banda de Moebius donde el principio y el fin se tocan sin saber dónde se halla cada uno. Lourdes Murillo insiste con ello en mostrar ante todo un sentido narrativo en esta exposición. Como si de un diario se tratara, plantea en unas páginas imaginarias una sucesión de ilustraciones que tienen, quizá, un tinte contemplativo, poético diríamos, de aquello que no es sino un desgarro del tiempo, un quiebro del hombre contemporáneo que no tiene comienzo ni término, pero queriendo, eso sí, rescatar lo esencial. Construye una crónica en singular que se «mueve» a través de filtros, de pantallas que se yuxtaponen para variar el recuerdo, distinguiendo, como Walter Benjamin, entre la experiencia transmitida y la vivida, entre una permanente y heredada y otra efímera, producto de nuestra «sobremodernidad»:

Por su carácter subjetivo, la memoria jamás está fijada; se asemeja más bien a una carrera abierta, en transformación permanente… La memoria es una construcción, está siempre «filtrada» por los condicionamientos posteriormente adquiridos, por la reflexión que sigue al acontecimiento, o por otras experiencias que se superponen a la primera y modifican el recuerdo[5].

En Lo indeleble, Lourdes Murillo materializa una parte de su memoria, una selección de piezas atesoradas que tienen como referencias objetos que narran una historia muy personal que trasciende para hacerse colectiva al convertirse en una serie de puntualizaciones que atañen a ámbitos muy diferentes y nos afectan de una manera u otra. Espacios que tienen como hilo conductor la idea de viaje, desde la cuna hasta el envío de un cajón con los fragmentos de un periplo que se ha ido desdibujando paulatinamente. Un recorrido que no es más que una ensoñación, un itinerario que sólo está presente, como dice Norberto Pérez García al hablar de la poesía de Felipe Benítez Reyes sobre El equipaje abierto, en el hecho de evocar. Es un naufragio en toda regla que se agarra a lo que de simbólico tienen los objetos[6] en estos desencajes que el siglo XXI nos ha propiciado.

La borrosidad, la indiferencia, ese afán de proyectarse individualmente nos ha dejado como consecuencia una gran Caja de Pandora, un horizonte difuminado en el que nuestra mirada se ha quedado huérfana y extraviada al no tener referencias. Y eso es precisamente lo que Lourdes Murillo quiere transmitirnos mediante esta obra que puede ser calificada de contextual y tributaria de un lugar concreto, de un tiempo definido y de una historia personal. Nosotros, los espectadores, nos vemos involucrados en esta experiencia estética incitándonos a sumergirnos en ese pasado evocado que, como reseña el historiador Pierre Nora, se vuelve actual, aunque se nutra del recuerdo y se materialice, como hace Lourdes Murillo, en el espacio, en las imágenes, en los objetos, trascendiendo la historia que representan. La finalidad es mostrarnos otro tiempo y otro lugar para intentar recomponer una realidad, aunque sea la suya:

La mémoire est la vie, toujours portée par des groupes vivants… elle est en évolution permanente, ouverte à la dialectique du souvenir et de l’amnésie, inconsciente de ses déformations successives, vulnérable à toutes les utilisations et manipulations, susceptible de longues latences et de soudaines revitalisations. [...] La mémoire est un phénomène toujours actuel, un lien vécu au présent éternel [...]. Parce qu’elle est affective et magique, la mémoire ne s’accommode que des détails qui la confortent; elle se nourrit de souvenirs flous, télescopants, globaux ou flottants, particuliers ou symboliques, sensible à tous les transferts, écrans, censure et projections. [...] La mémoire installe le souvenir dans le sacré [...]. La mémoire sourd d’un groupe qu’elle soude. [...] La mémoire s’enracine dans le concret, dans l’espace, le geste, l’image et l’objet. [...] La mémoire est un absolu.[7]

En este sentido, Carlo Rovelli publicó en 2017 un ensayo sobre el tiempo en cuya introducción nos proponía su existencia como algo «familiar e íntimo», donde «nuestro ser es ser en ese mismo tiempo» y «su arrullo nos abre al mundo», donde el pasado resulta que no es algo fijo[8]. Aquí, quizá, reside el sentido de esta exposición, revivir sensaciones y pensamientos. Recurre a esa idea protectora e incansable de las arañas de Louise Bourgeois, a la vulnerabilidad de sus cuerpos y, paradójicamente, a la protección que parecen albergar sus patas. De ahí que los componentes empleados en esta serie simulen ser frágiles. El vidrio, el papel, la tela, la tinta o la porcelana, materiales que son propios de la conservación y la restauración de bienes culturales, se mezclan con otros de mayor dureza como son el aluminio, el cemento pigmentado, el latón o el hierro. En este caso, sirven de soporte para preservar un tiempo pasado basándose en la oposición entre apariencia y esencia para desentrañar lo que se oculta debajo de los objetos, para establecer un relato que nos lleva desde las fotografías trituradas o las cartas hasta las baldosas hidráulicas colocadas como pasaderas que nos facilitan esa travesía por el recuerdo.

Las fotografías trituradas no son sino imágenes narrativas que cuentan una serie de emociones que se destruyen para dar paso al hecho creativo. Lourdes Murillo recurre a esta representación utilizando estas figuraciones como una sucesión de conceptos que necesita transmitirnos. Con ello roza el surrealismo al pretender hacernos partícipes de su mundo personal, «desenfocando» el contenido de lo que un día estuvo fijo en el papel; quebrando el rigor o aquella inmediatez que captó la cámara para relatarnos viajes en un pasado que no podemos de ninguna manera reconstruir, sólo imaginar con los nombres de las ciudades y los años.

Con la escritura, Lourdes Murillo persigue transmitirnos otras maneras de pensar y, por qué no, de ver el mundo desde una óptica extraña a nosotros. Como declaró Jesús Ferrero al hablar de su libro Las abismales, escribir es la confluencia de vivir e historiar, de reconocernos a nosotros mismos, de hacer extraño lo familiar y familiar lo extraño: «la literatura [maticemos, en nuestro caso, la escritura] nos posibilita codificar el mundo, traducirlo y representarlo, a más velocidad que la filosofía y la ciencia… Un mundo sin relatos es un mundo sin sentido»[9]. Esa narración no surge por casualidad, es una elección que tiene lugar en un momento concreto para enlazar dos épocas, dos miradas del mundo a través de una historia, mediante la palabra escrita y la imagen creada ex profeso con el fin de establecer la relación entre causa y efecto, entre pasado y presente.

La memoria también se puede mostrar con tiras de tela cosidas. El paso del tiempo, los trozos de vida se manifiestan en aquello que nos sobra, pero que nos remite ineludiblemente a determinadas experiencias, a sensaciones que no son más que confesiones apenas esbozadas para que nuestra imaginación llegue a conclusiones. Son ideas casi sin definir y entretejidas para que el tiempo no las deshilache aún más y así reconstruir esa realidad que, a su vez, ya es otra. Una certeza que se presenta bien en forma de maraña de hiladillos, bien conservados en tarros de cristal y protegida de cualquier nueva intrusión que desgaste definitivamente su esencia.

Y más allá de la tela, el arte contemporáneo explora otros espacios que rompen el pensamiento lineal que a veces nos propone el dibujo. La tradición china considera que la tinta es el medio para expresar la belleza por su contenido espiritual. A través de ella los artistas nos transmiten no sólo su conocimiento y su sensibilidad, sino también emociones y recuerdos. La tinta en la actualidad está en riesgo de desaparición y, como todos los objetos de la exposición, corre el riesgo de caer en el olvido ante las nuevas tecnologías: «Cada época histórica se distingue por una manera particular de experimentar el tiempo. La nuestra es la época de la aceleración… La historia terminó porque no hay una narración coherente… Vivimos en una época de inmovilidad frenética»[10]; un momento en el cual la escritura manual se va reduciendo a favor de los documentos electrónicos. La tinta se ha convertido para los archiveros en un arma asesina. Como la corrosión va borrando o distorsionando la información, Lourdes Murillo opta por presentárnosla de forma líquida en grandes «tinteros», lista para narrar una historia, o seca formando depósitos y desprovista de sus cualidades descriptivas. En cualquier caso, las dos formas contienen su valor de archivo al ser un registro del registro y el vidrio actúa como contenedor de esencias:

En la génesis de la obra de arte «en tanto que archivo» se halla efectivamente la necesidad de vencer al olvido, a la amnesia mediante la recreación de la memoria misma a través de un interrogatorio a la naturaleza de los recuerdos. Y lo hace mediante la narración. Pero en ningún caso se trata de una narración lineal e irreversible, sino que se presenta bajo una forma abierta, reposicionable, que evidencia la posibilidad de una lectura inagotable. Lo que demuestra la naturaleza abierta del archivo a la hora de plantear narraciones es el hecho de que sus documentos están necesariamente abiertos a la posibilidad de una nueva opción que los seleccione y los recombine para crear una narración diferente, un nuevo corpus y un nuevo significado dentro del archivo dado.[11]

Otra escenificación que nos muestra Lourdes Murillo para rememorar sus vivencias, en esta ocasión más teatral y consecuentemente más dramática, es a través de la porcelana o la cerámica. Como los tejidos, este arte se ha considerado menor y se le ha encasillado en un oficio preferentemente femenino. Pero aquí el relato es muy diferente: la porcelana fragmentada en mil pedazos y combinada con otros materiales nos remite a conceptos dispares, como el sarcasmo y la desconfiguración, la fragilidad y la barbarie. Lourdes Murillo nos hace reflexionar sobre la noción de cambio al embellecer las fracturas con dorados para recordarnos el daño y, a la par, la capacidad de reconstrucción. Su visión estética es la que persigue aquella belleza imperfecta del wabi-sabi, el valorar lo viejo frente a las modas impuestas que igualan lo bello con lo nuevo. Recurre de este modo al arte japonés del kintsugi o kintsukuroi al no disimular los defectos y resaltar con laca de oro o plata sus fracturas para que los objetos recuperen toda su fragilidad y cobren una nueva sensación de vitalidad que en términos occidentales puede semejarse al término de «resiliencia», tan en boga hoy:

En esta filosofía hay algo casi diametralmente opuesto a la manera occidental de ver la fractura, tanto anímica como material. En lugar de que un objeto roto deje de servir y lo desechemos, su función se transforma en otra: en un mensaje activo. El objeto roto pasa de ser una cosa a ser un gesto gráfico que nos incita a emular su poderosa transformación, y, metafóricamente, la herida pasa de ser un trazo de oscuridad a ser una ventana de luz.[12]

En otro plano, nos encontramos con los materiales duros. El Modernismo introdujo el hierro y le dotó de un gran valor estético no sólo en la arquitectura sino también en los objetos cotidianos. Lourdes Murillo, en nada ajena a este avance, ha reutilizado su uso y nos propone otras experiencias estéticas sobre el lenguaje y los sentidos. Añade el no manipular estos materiales sino proponer para resaltar el concepto, limitándose así a ordenar, diseñar, interactuar y compartir. Quizá, lo que se nos insinúa es que la descontextualización de estos objetos metálicos (flaneras o cuencos), su reciclaje y la mezcla con otros materiales, como la tela o la madera, o su función contenedora pretenden otorgar la misma importancia a ambos componentes de la obra. Volumen, relaciones de objetos y espacios, de estructuras y lenguajes, un sentido táctil y esa idea de serialidad en estas piezas, están para ofrecer un diálogo. Le interesa, ante todo, que estas obras habiten el espacio de la forma más poética posible y nos transmitan cómo el aluminio se resiste a la oxidación, al deterioro, a que el tiempo penetre en sus sustratos, todo lo contrario de lo que ocurre con el hierro: la lectura que debemos hacer es que las sensaciones y los recuerdos, lo visible y lo invisible salgan del ámbito privado al público a través de la resistencia de estos metales.

Finalmente, como colofón de esta gran instalación, nos encontramos las baldosas como base que sustenta ese «hogar» ideado por Lourdes Murillo. La infancia, con todos sus componentes humanos o materiales, es el origen de esta exposición. La casa, un espacio femenino per se, lejos de cualquier connotación machista, es un lugar en el que la memoria se salvaguarda y el recuerdo se protege. De ahí que la dureza del suelo hidráulico se conjugue con telas modeladas como si fuesen los documentos que su propia historia. Consigue crear un verdadero lugar topográfico y simbólico a la vez que resumen sus recuerdos inmovilizados. Nos da un espacio que no concreta nada, que no guarda ningún tiempo, que no contiene capas; nos ofrece un espacio liviano que resume una historia compleja donde se cruzan personas y acontecimientos alrededor de un sinfín de objetos que, como el rompecabezas o los vestigios ajados de los marcos dorados, son difícil de recomponer en su totalidad.

Por ello hemos de recurrir a la construcción de una memoria que sea capaz de escribir un discurso que dé continuidad a nuestras referencias, a nuestras rupturas y cambios, que en definitiva son los que configuran la identidad en el tiempo, en el de Lourdes Murillo y en el nuestro. Y el papel que juega el dibujo en toda esta trama no es subordinado, es el germen más incipiente que legitima todo un legado material que vuelve creación.

Javier Cano Ramos

[1] MARTÍNEZ ROSARIO, D., La obra de arte como contramonumento. Representación de la memoria antiheroica como recurso en el arte contemporáneo, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2013, p. 17.

[2] MORA, J. J. de, Curso de lójica i ética según la Escuela de Edimburgo, Imprenta de Nicomedes Lora, Bogotá, 1840., p. 24.

[3] MARTÍNEZ ROSARIO, D., Opus cit., p. 543.

[4] HALBWACHS, M., Los marcos sociales de la memoria, Anthropos, Barcelona, 2004, p. 7

[5] TRAVERSO, E. (2007). «Historia y memoria. Notas sobre un debate», en Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción (pp. 67-97), Paidós, Buenos Aires, 2007, p. 72.

[6] http://www.biblioteca.org.ar/libros/151168.pdf [Consulta, 7 de febrero de 2019].

[7] NORA, P., Les lieux de mémoire, Gallimard (Bibliothèque illustrée des histoires), vol. I, París, 1984, pp. 24-25.

[8] ROVELLI, C., El orden del tiempo, Anagrama, Barcelona, 2018, pp. 9-11.

[9] SEOANE, A., «Jesús Ferrero. Nada llega a ser real sin haber sido antes narrado», en El Cultural, 11-17-I-2019.

[10] CONCHEIRO, L., Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante, Anagrama, Barcelona, 2016, p. 11 y ss.

[11] GUASCH, A. M., «Los lugares de la memoria: el arte de archivar y de recordar», en Materia. Revista del Departamento de Historia del Arte. Universidad de Barcelona, vol. 5, 2005, pp. 157-183.

[12] https://culturainquieta.com/es/arte/escultura/item/7840-el-arte-del-kintsugi-o-la-belleza-de-las-cicatrices.html y https://mundoconsciente.es/kintsugi-el-arte-de-hacer-bello-y-fuerte-lo-fragil/ [consulta, 11 de febrero, 2019].