exposiciones

Pizcas y Briznas

Lorna Scott Fox

Sevilla, 2003

Ver y no verAl abordar el gran políptico de Lourdes Murillo, Pizcas y Briznas, al principio no se ve nada más que cinco paneles severos, dos de un ocre distinto, dos blancos, vagamente distintos, uno negro. Es su orden (potencialmente variable) que de lejos apreciamos: progresa por afinidades sutiles hacia el contraste tajante de la derecha. Cuando se ajustan los ojos, habituados a un escaneo crudo en pos de la información, nos percatamos de que a falta de acción proliferan actividades en el seno de la neutralidad, y no sólo en los cuadros donde mejor se distingue el hervor de marcas semejantes a pequeños golpes, lamidos, arrugas o caricias; ya con la nariz pegada al lienzo, está claro que cada pieza exhibe un dibujo propio, sin respeto a los límites del marco, prolongable al infinito como si de un muestreo de universos se tratara.

Querer y no querer

Situándose en el umbral de la visibilidad, en su sentido de comprensión o reconocimiento; en un estado atomizado a lo Big Bang anterior a cualquier forma o enunciado, sino la de esos murillescos hilos de Ariana a su vez anteriores al laberinto (acordémonos también de las cajas de lápices de la misma autora, que se contentaban con prefigurar un discurso); estas obras de Murillo tantean los límites del retraimiento pictórico, y disuelven el sujeto en la multiplicidad como lo ha hecho cierta vertiente del modernismo desde Baudelaire. Parece que reaccionaran contra la actual exuberancia de figuraciones narrativas, con sus superposiciones de fragmentos significantes y referenciales a partir de la manipulación de elementos de la “realidad”, un poco como el minimalismo se deslindó de los excesos de un drama portentoso vehiculados por el expresionismo abstracto. Pero a pesar del énfasis en la producción serial, siguiendo el principio minimalista de composiciones repetitivas y contínuas, a pesar del rechazo formalista tanto de la “expresión personal” como de la predicación social, y del hermetismo de la imagen, Lourdes Murillo al no valerse de lo industrial o lo prefabricado insinúa un retorno humano: la revancha de una manualidad primaria, anti-virtuosa y elemental que se transmite a través de la irregularidad que hace vibrar, ténues y tensos, los campos de energía que despliega. En uno domina el remolino; en otro, un elegante caos galáctico, en otro una verticalidad interrumpida; en ninguno, la mecanicidad. Tampoco el capricho.

Hacer

El minimalismo preconizaba un producto racional concebido de antemano por la mente, en oposición a la inmediatez pasional del gesto. El procedimiento de Murillo, investigativo, se coloca entre estos dos extremos: pasa por un sinfin de pruebas hasta encontrar la distribución, el ritmo que le satisfaga, y luego practica sobre trozos siempre más grandes, hasta asegurarse que pueda extender una tela mayúscula sobre la mesa e imprimirle tal dibujo de un tirón – tirón de varias horas –. Cada pieza es así la documentación de una performance, de una acción percusiva repetitiva e irrepetible, blandiendo el punzón, las tijeras a modo de daga, la barra de grafito; o una acción fluida, nadando en la pintura con las yemas o partiendo sus aguas con un instrumento agudo de modo que pueda mantener precisamente tal sinuosidad.

Desnudar

Hace tiempo que abandonó el color; ahora hasta las imbricaciones yin-yang, blanco-negro, de algunas obras anteriores parecen demasiado gruesas, y las contraposiciones binarias, limitantes. Ahora busca la ambigüedad de relieves mínimos, monocromías que sólo despeja una elusiva presencia de brillos o anacarados, como en los ataques de grafito sobre negro... En la tentación del silencio, un impulso menguante contrario al lema de “expansividad” que rige gran parte del arte contemporáneo, lleva a la pintora a trabajar sobre el soporte mismo del cuadro, que es la tela preparada o incluso virgen, sometida a ser mojada, arrugada, punzada, planchada. Aquí retoma Lourdes el hilo todavía inagotado del despojamiento reflexivo de una superestructura representacional basada en la añadidura. En vez de sumar, resta elementos, en la línea del grupo francés Support-Surface, del Nam June Paik de Zen for Film – la cinta de celuloide y sus vicisitudes por toda película – y, más atrás, del Rimbaud de Voyelles, donde hurga en la materia misma de la palabra como material de poesía. No es una movida conceptual: Murillo no expondría una tela-idea sin actuar sobre ella, como no reinventaría el cuadrado negro de Malevich. En episodios maravillosamente escuetos, a la vez que emocionantes en su latente vocación suicida, la artista rebanando cada vez más fino la frontera entre el ser y la nada, haciendo marcas casi invisibles en un no-lugar convencionalmente invisible, ironiza, con sus mini-topografías, sobre las prescripciones greenbergianas relativo al plano, al tiempo que se traslada metafóricamente, lejos de los catequismos escolásticos, de lleno al Body Art. La piel del cuadro se exhibe desvestida, atravesada, pinchada, envejecida. Debajo de las ambigüedades juguetonas, una verdad descarnada cuyo impulso resurge cíclicamente en la cultura. Estas marcas son a la pintura lo que la escarificación ritual de la piel es al maquillaje.

Imaginar

Porque ninguna obra abstracta se asimila en términos puramente abstractos, a ver qué puede representar este orden poco guerrero no obstante sus violencias, sin apenas hitos ni contradicciones, lateral, de matices y afinidades entre una multiplicidad de líneas, semi-líneas, y puntos (¿y qué más existe para el dibujo?). En su interrelación provisional, una muestra al lado de otra, me recuerdan cosas vistas y no vistas, ya que el arte suele recordarte lo que no sabías. Campos de cultivo en vista aérea, pellejos de felino en una trastienda ilegal, papeles murales texturados, bichos entorbellinados desde el mosquito al estornino, densidades atmosféricas, frecuencias de ruido blanco, páginas de Braille que se vocalizaran en un susurro astral. Al umbral de lo visible se invita a la tactilidad (lo más rico a veces, atrás del lienzo) y a la auralidad. Desorientada la despótica percepción visual con su sed de imágenes, son sensaciones plurales e inasiblemente memoriosas las que se agolpan en la neblina frictiva de los lienzos de Lourdes.

Dudar

Una imagen más. Habíamos constatado el impulso menguante o centripetal en el proceso creativo de Murillo, contrario a la expansión que empuja el arte a identificarse con prácticamente todo. Sin embargo, volviendo a la analogía con el Big Bang, sí hay una expansividad interior a estos lienzos potencialmente infinitos, calcada sobre esa estructura incipiente que se adueña del inconsciente occidental como nuevo modelo de interrelación social y política: el campo de la comunicación electrónica, descrito por José Luis Brea en un texto reciente con expresiones que bien podrían aplicarse al orden pictórico de Murillo: “un entorno de homologación indiferenciada”, una “constelación expandida”, etc. Muchos han querido ver en la inmaterialidad de este campo nodal, desjerarquizado y anónimo el alba de la auténtica democracia, entre otras redenciones. Pero no son los sistemas sino el hombre que constituye el problema del poder. No cuesta nada suponer que esta nueva utopía tecnológica se revelará tan imperfecta como sus predecesores. Las geometrías que se han querido imponer a la naturaleza (no hablo de las que hemos podido leer en ella), desde los jardines ilustrados de Versailles hasta la siderante simetría del parlamento norcoreano – para hablar de dos utopías históricas en términos visuales – quedan irrisorias a la luz del retorno masivo de lo reprimido; el caos, el irracionalismo y las desigualdades que hoy suben borboteando, fétidos, a la superficie. A sabiendas de ello, las mallas y moteados de Murillo, entre sistema, pulsión y azar, reflejan el deseo de orden y también su imposibilidad. Aceptando la pérdida definitiva de la perspectiva (de cualquier espacio detrás de la pantalla), la artista se ciñe a una “reproducción mecánica” paradójicamente artesanal, y nos insta a acercarnos, muy cerca, hacia lo particular e irrepetible de lo que parece diseño, para percibir lo que tal vez ocurre.