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LA MEMORIA TAMBIÉN ES
UN ALMACÉN DE PINTURA.
Santiago B. Olmo
Lourdes Murillo pertenece a una generación de artistas que educados y formados en la práctica de la pintura, han sentido la imperiosa necesidad de seguir practicándola en tiempos de crisis, pero que a la vez han experimentado la urgencia de “revolverla” aplicándola a una vivencia tanto espacial como objetual. Se trata de una actitud de apertura y experimentación que no busca tanto su transformación en otra cosa como el ensayo de una operación de redimensión. Podríamos hablar de actualización, en un sentido propiamente informático, es decir de recarga de significado y de experiencia, pero también de aplicación, es decir utilización de un lenguaje y unas pautas a través de una recreación de un clima perceptivo para expresar con mayores recursos la condición contemporánea.
Sin duda en todo este procedimiento ha intervenido de manera decisiva la inclusión del proceso como elemento esencial del trabajo pictórico, así como la necesidad de análisis, construcción y ruptura-destrucción de la idea de cuadro, mientras se accionaban los mecanismos de una transmutación objetual (alegórica, metafórica y metonímica) de la idea de pintura.El trabajo de Lourdes Murillo recorre estas etapas de una manera rigurosa, al modo de un razonamiento que debe ser calificado de vivencial, ya que el carácter de su obra ha tendido hacia la expresión, aunque utilizando herramientas de carácter conceptual para obtener una mirada crítica de distancia.
El proceso no sigue una secuencialidad temporal definida, sino que explora y subsume los resultados en el paso siguiente para clarificar, pero también para complejizar, el recorrido perceptivo.
En obras como Desde los límites I, II y III (2002), Coincidencias (2002) o Color de sombras (2002) el trazo se hace primero dibujo y luego pintura: la pintura es una forma de escritura que ocupa y delimita un espacio para decir otra cosa que palabras, más bién líneas, tiempo y expresión.La escritura es también una forma de pintura: líneas y trazos significantes que pueden desarrollar en la rapidez y la compulsión una línea enmarañada, ovillos de trazos continuos que generan por superposición la mancha y luego la forma, el trazo produce la ilusión de la silueta y la escritura se vuelve dibujo. La escritura remite a ese estado original del trazo negro sobre fondo blanco que es también el origen del dibujo y por extensión de la pintura. Lo negro es gesto, mientras el blanco es vacío, pero también el vacío puede ser negro y el gesto o la escritura un gesto en blanco: la escritura y la pintura son al final formas de una huella de la expresión.
Al hablar de estos trabajos expuestos en 2002 en la Galería Infante de Lisboa, bajo el título El tiempo y sus lugares, Miguel Cereceda centra justamente en la idea de linealidad y en la de secuencialidad los resortes esenciales y obsesivos de su trabajo. La linea aparece como espacio continuo de escritura y de expresión, como un mecanismo que es a la vez temporal y espacial. El cuadro es un espacio de vacío que se llena de manera compulsiva, sin dejar resquicios: es un vacío rescatado hacia lo lleno por un obsesivo “horror vacui”. De este modo la pintura es una superposición de gestos y de escritura, que ocupa e invade, mientras que el cuadro es un almacén en el que se acumula la pintura como huella y como memoria.
En otros trabajos como Pizcas y briznas (2003) el cuadro es un espacio de archivo, es otra manera de almacenar pintura, en sus elementos básicos y constitutivos: pinceladas, huellas, puntos, trazos u ovillos de líneas. El cuadro visto así no es tanto un espacio de acontecimiento sino de recogida de huellas y fragmentos, es un lugar que deja de ser espacio. Precisamente el cuadro ya ha sido abordado en trabajos anteriores, especialmente entre finales de los años noventa y 2002, como un lugar vacío que se llena con objetos, con elementos que se refieren tanto a la escritura y a la pintura, pero que no son ni una ni otra de manera directa, sino que lo son solo de forma derivada y alegórica: se trata de un análisis que tiende a la destrucción misma de la idea de cuadro. En el trabajo reunido bajo el título de Perfiles (2001) el cuadro desaparece bajo la acumulación de fotografías, papeles y hojas de agenda, se hace objeto construido de objetos, abigarrado espacio de espacios donde otras huellas puedan a su vez acumularse.
En algunas piezas anteriores, la pintura simplemente aparece como signo gráfico de la repetición objetual de elementos que forman parte de la ejecución de la escritura, a través de etiquetas en blanco como Precio/Peseta (1997) o Silencios (1997), envoltorios de plumines de marca como Plumas Cervantinas (1997) o de un modo más objetualmente radical aún en Damero (1997) formado por una composición de gomas de borrar dobles para lápiz y para tinta. El propio cuadro se hace objeto, volumen y escultura que actúa en el espacio como la serie de formas cúbicas recubiertas por etiquetas ordenadas y vacías. Mientras la pintura y la escritura aparecen bajo el aspecto de almacenes objetuales como en las cajas Sin título (1996) en las que sus tapas abiertas muestran ordenadamente puntas de lápices, puntas de plumas, puntas de carboncillos e incluso cerillas.La practica de la pintura se convierte por necesidad en una reflexión sobre los instrumentos de la ejecución, y sobre los principios que permiten construir esas mismas herramientas: pensemos en el fuego de la cerilla que permite el carboncillo.Es probable que haya sido esta visión a la vez analítica y vivencial de la pintura la que ha determinado en los últimos años la realización de diversos proyectos ambientales y objetuales que sin embargo mantienen una alta tensión pictórica, como Donde habite la luz en Siruela o una pieza como Sin título (1998) en la que la obra se despliega sobre el suelo como un cuadro, formado por 700 pequeñas piezas de porcelana montadas sobre soportes de madera negra que conforman un gran damero activado por las sombras.Fernando Castro Flórez, en su texto El destinatario de la escritura. Algunas consideraciones sobre la obra de Lourdes Murillo, se refiere al proceso mental de Lourdes Murillo como “una estética de la repetición, vecina al minimalismo, pero sin incurrir en su fría clonación” y añade que “combina elementos de poéticas distantes como el informalismo, el reduccionismo formal o las intervenciones de la poesía visual”. Ese aliento poético-visual es lo que parece dotar a ese análisis sobre el cuadro, la pintura y la escritura, de un sesgo fabulador y a la vez meditativo.
De un modo muy sugerente estas líneas que han caracterizado la obra de Lourdes Murillo en los últimos años confluyen en su trabajo más reciente, Silos de la memoria.
Se trata de una construcción vertical con una estrecha abertura en una de sus esquinas y que como en un laberinto permite al espectador penetrar en su interior. Las paredes están recubiertas por esos compulsivos ovillos de trazos que se superponen como dos escrituras en un palimpsesto, mientras que el suelo está recubierto por una alfombra de picón que se quiebra con el peso de los pasos. El picón, restos de carbón vegetal, es el elemento con el que se fabrica el carboncillo y la herramienta básica de la pintura y la escritura. Las paredes escritas y dibujadas hasta arriba generan entretanto un espacio abigarrado de signos envolventes que son al fin y al cabo un nuevo laberinto trazado. Nuevamente aparecen las contradicciones entre lo vacío y lo lleno: un silo es un almacén y su función bascula entre la capacidad de contener (vacío) y la acumulación de almacenaje (lleno). El silo es un almacén de memoria, pero esta es eminentemente pictórica. La memoria no es un espacio que contiene las huellas de lo vivido, sino el lugar donde se almacenan la elaboración y la representación de lo vivido. La memoria, parece indicar la artista a través de esta pieza, es precisamente una escala temporal en la que se dibujan, trazan y escriben las huellas que deja la vida. La pintura se transforma en memoria en la medida en que ha configurado una manera de aprender y unas formas de percibir y recordar a través de la representación. De alguna manera Silos de la memoria es un espacio pictórico de meditación, en el que por otra parte confluye la experiencia de la pintura de Lourdes Murillo: la pintura trasciende el cuadro, se configura como memoria, y se abre como un espacio en el que la poesía matiza y resitúa la reflexión analítica, convirtiendo la experiencia pictórica también en una vivencia corporal y emocional.
La obra de Lourdes Murillo en este sentido se enmarca en una difusa corriente de artistas que desde los años noventa han tendido, a través de su obra y desde perspectivas muy diversas, a elaborar una nueva percepción de la pintura en términos de “pictoricidad”.
Tanto la instalación o el ambiente, como el objeto o el volumen, así como de otra manera también la fotografía han aportado alguna claridad en los últimos años a lo que se ha calificado, quizás de manera superficial o poco profunda como crisis de la pintura. De un modo más definido lo que probablemente entró en crisis fue la idea de cuadro, como soporte de la pintura, así como una aproximación técnica excesivamente restrictiva.
Silos de la memoria desde el contexto general de la obra de Lourdes Murillo aporta alguna luz en esta compleja discusión, y resume el proceso de exhaustivo análisis del significado del cuadro realizado por la artista en los últimos años. Por eso quizás esta pieza es también el almacén de la memoria de su propia obra.