exposiciones

Zona Rosa

«Él también se reía de mí porque me gusta el color rosa:

zapatos, libretas, pintalabios rosa… Era otra forma más

de humillarme como mujer porque identificaba

este color con lo femenino.»

(M.J. Badajoz, octubre 2016)

Si tuviésemos que definir a Lourdes Murillo y su obra, pondríamos como denominador común ese carácter meditado y consecuente —a todas luces— que de manera paulatina se dirige hacia la claridad, hacia esa eliminación de obstáculos que muchas veces existe entre los artistas y las ideas, entre los conceptos y aquellos que asistimos como espectadores y observamos atentamente su obra. Ella siempre estuvo preocupada por definir qué era el acto de crear, cómo se pueden configurar universos en el espacio plástico entresacándolos de la propia realidad, llevando a los extremos su identidad sin perder ni su esencia lírica, ni su carácter intimista, ni su identificación manifiesta, ni su enunciado claro. Y su afán no es otro que transportarnos más allá de la mediocridad circundante.

Los historiadores nos hemos preguntado con frecuencia sobre las dificultades que existen a la hora de definir un color. Esta razón nos ha llevado a dejar al margen su estudio, a no considerarlo digno de nuestros análisis. Pero también sabemos que es un fenómeno natural y una construcción cultural muy compleja. Al igual que Lourdes Murillo, y siguiendo la teoría de Michel Pastoureau, somos conscientes aunque no lo veamos de que el color es un fenómeno social que va más allá del espectro, del contraste o del cromatismo. Así, el azul identificaba en la Edad Media lo femenino y el rojo lo masculino; hoy, contrariamente, se han invertido los significados: el azul se convierte en masculino y el rojo en femenino.

En este trabajo Lourdes Murillo quiere demostrar, aunque no haya sido así en el trascurso de los siglos, que la Historia de los Colores puede confluir con la Historia del Arte: «un color [el rosa en este caso] es una seña de identidad… [que reivindica nociones como las de] fuerza, nobleza y delicadeza...». Así, Zona Rosa materializa cómo el rojo pálido de la flor mezclado con el blanco simboliza una piel poco pigmentada propicia para los retratos. También se utiliza como recurso poético que traspasa lo efímero para convertirse en la imagen de la eternidad. La flor y la carne han ido, en este sentido, de la mano en nuestra concepción estética. Y el color rosa, que no estuvo presente en la imaginación de los artistas hasta el siglo XVIII, cobró identidad con el Romanticismo al simbolizar la ternura, la feminidad o la suavidad, pero también su vertiente negativa, la de la cursilería y el empalago. Cuestión ésta que se convierte en eje sobre el que rota la obra Zona Rosa al identificar el «rosa con lo femenino, generalmente en un tono peyorativo: cursi, ñoño, romanticón».

Lourdes Murillo quiere dejar patente en la exposición, partiendo de este hecho discriminatorio de un color, un aspecto muy concreto de esa realidad que nos circunda, basándose en la memoria y el tiempo, en el testimonio de alguien cercano y en la reivindicación de respeto que mantiene una lucha a lo largo de la Historia. Ello la ha llevado a reflexionar sobre el propio lenguaje, sobre el juego establecido entre el signo, el vacío, lo lleno y, sobre todo, el color para implantar en sus cuadros un sistema complejo que atañe directamente a la sociedad. A través de asociaciones psicológicas, a través de presentarnos su proyecto como proceso, nos remite más allá del signo, nos muestra su transformación morfológica convergente y divergente. La estructura formal no es más que cromática, y mediante el rosa y las variantes, reconocidas o imaginadas, constituye una suite de permutaciones, progresiones y variaciones infinitas donde los espectadores somos protagonistas y difusores de la lacra que arrastramos, la discriminación y el machismo; una cicatriz que generalmente choca con la indiferencia: «El espacio se hace infinito por la ausencia de imágenes…Tonos y texturas crean un leve rumor, quizás el silencio». Por eso nos abre los ojos a otras actitudes que han de tener muy presente que existen distintas condiciones, edades, orientaciones sexuales... Nos ofrece la posibilidad de intervenir directamente en esos espacios, entendidos como una instalación, para fijar aún más la temporalidad en la obra y trazar su propio devenir: «Los espectadores participarán activamente en el proyecto. Podrán hacerse tantas fotografías como deseen y, con su comentario correspondiente, subirlas a las redes sociales».

Tomando estas confluencias de arte y color y de memoria y tiempo, Lourdes Murillo evoca en cada pieza un relato breve que apela a la memoria, a aquellos recuerdos que forman parte de nuestras vidas; alusiones que se difuminan y carecen de una tonalidad concreta y que solo adquieren una definición precisa cuando los rememoramos, cuando en nuestra mente se reviven. La memoria se hace color y nos perfila las líneas agregándoles el tono para matizar, personalizar y sacar de su intrascendencia al rosadelfa, al rosalom, al rosa antiguo, a la granza, al rosala…. y otorgarles, a través de la metáfora, una imagen que hace referencia a un sutil erotismo con la azalea, a épocas pretéritas con un tono rosa desvaído, a la delicadeza de la seda, a la calma de un atardecer, al trascurso de la vida y las promesas incumplidas a Doña Rosita, al abrigo de paño, a la penuria de una autarquía con la granza, a la belleza frente a la hostilidad de un desierto, al futuro de una niña, a laberintos imaginados por los poetas, al viento de otras latitudes…

Lourdes Murillo no pretende otro objetivo que pasar a limpio, formal y cromáticamente, su intención: mostrar que «cada matiz de un color es, en cierto modo, un individuo» y cómo se puede poner en entredicho el discurso machista al colocar a los participantes el rótulo que establece estos nexos, como si fuesen fichas policiales que certifican que la persona ha sido condenada. Pero además lo materializa en catorce pinturas que hacen referencia a ese vía crucis que la mujer ha de pasar para conquistar la igualdad y al preguntarnos si el rosa nos gusta.

Tenemos ante nuestra mirada un recorrido íntimo y personal, como si se hubiera gestado en la soledad de cada mujer, pero que al compartirlo se hace universal. Una mirada que abre multitud de interrogantes y crea espacios donde podemos retratarnos con toda sinceridad. Lourdes Murillo va más allá de cualquier cuestionamiento; nos sitúa ante la dimensión del pensamiento crítico, ante las carencias que tenemos los seres humanos, ante el rechazo de lo ajeno, y con ello nos previene de cualquier sistema cerrado. Y lo hace, sobre todo, porque vivimos en un mundo globalizado donde las identidades se desarraigan y se sustituyen por el artificio y la moda. Para contrarrestarlo, se ponen a nuestra disposición esos fondos monocromos, vacíos, ese Pantone con catorce gamas que nos sirven de soporte para plasmar nuestra realidad, para reescribir infinitas crónicas personales que nos involucren en esta reivindicación femenina desde nuestro anonimato.

Javier Cano Ramos